12.31.2025

Tecnología, ruido y aparición de lo nuevo (Una nota sobre arte, underground e internet)


Cada vez que se habla de tecnología suele caer la tentación de pensarla como una fuerza autónoma, casi mágica, capaz por sí sola de producir transformaciones culturales. Sin embargo, la historia muestra otra cosa: la tecnología no crea nada si no existe un sujeto capaz de forzarla, de llevarla más allá de su uso previsto. 

Eso fue lo que ocurrió con la guitarra eléctrica mucho antes de que existieran pedales, procesadores digitales o estudios de grabación sofisticados. El blues ya había enseñado que un instrumento no está cerrado sobre sí mismo: puede ser violentado, torcido, extendido. El slide, el bottleneck, el sonido “sucio” no fueron efectos estéticos buscados desde una partitura, sino respuestas materiales a una necesidad expresiva. 

En ese linaje aparece Jimi Hendrix, no como un genio aislado, sino como el punto de condensación entre desarrollo tecnológico y un sujeto capaz de extraer de un mismo instrumento sonidos que no estaban “autorizados”. Los pedales, los acoples, la distorsión no fueron adornos: fueron una forma de decir algo sobre un tiempo atravesado por la guerra, la violencia y la aceleración histórica. Machine Gun no imita una ametralladora: la obliga a sonar desde una guitarra, como si el ruido del mundo tuviera que ser devuelto en otro registro. 

Ese mismo movimiento —hacer emerger lo no previsto— es el que da origen a lo que durante décadas se llamó underground. No como una pose romántica, sino como un repliegue material frente a la sociedad de masas. Lo under no nace por fuera del sistema: nace en sus grietas. Es el lugar donde se aloja el inconformismo que la cultura dominante no puede metabolizar. 

Durante los años 60 y 70, ese espacio fue ocupado por generaciones que no heredaban un programa: irrumpían. No mediaban instituciones, ni consensos familiares, ni legitimaciones previas. De ahí la tensión, el escándalo, el corte generacional. El pelo largo, la ropa, la música, no eran símbolos: eran marcas corporales de una ruptura. 

Con el tiempo, ese mundo subterráneo adoptó nuevas formas. Radios FM, revistas artesanales, teatros independientes, centros culturales recuperados tras el 2001. En todos los casos, la lógica era similar: bajo costo, cercanía física, circulación limitada pero intensa. No se trataba de llegar a todos, sino de existir. 

La masificación de Internet pareció, en un primer momento, ampliar de manera infinita ese espacio. La red funcionó como una enorme aspiradora cultural: todo podía ser subido, compartido, replicado. Durante algunos años, pareció que lo under había encontrado su territorio ideal. 

Pero esa ilusión duró poco. La red no duplica la realidad: la selecciona. Sólo existe allí lo que alguien sube y lo que los algoritmos permiten que circule. La supuesta libertad digital pronto mostró su reverso: visibilidad condicionada, repetición, desmovilización corporal. Mucha conexión, poco encuentro. 

Sin embargo, incluso en ese contexto, algo notable ocurrió: el revival del viejo rock. Coleccionistas anónimos digitalizaron discos, subieron material olvidado, reconstruyeron historias. Bandas que parecían sepultadas en armarios volvieron a circular, incluso fuera de las fronteras locales. El rock argentino de los 60 y 70 —híbrido, periférico, cantado en castellano— encontró una segunda vida inesperada. 

No fue el mercado el que lo rescató. Fueron sujetos concretos, con tiempo, con deseo, con memoria. La tecnología fue condición, no causa. 

Tal vez esa sea la conclusión más fuerte que atraviesa estas historias: no hay tecnología sin subjetividad, ni medio que garantice por sí mismo la aparición de lo nuevo. Cada época ofrece herramientas; lo decisivo es quiénes se atreven a usarlas de un modo no previsto. 

Como escribió Karl Marx, el viejo topo siempre vuelve a cavar. No necesariamente donde se lo espera. A veces lo hace desde una guitarra distorsionada, una radio precaria, un blog olvidado o un disco ripeado con paciencia artesanal. 

Lo subterráneo no desaparece. Cambia de forma. Y sólo existe mientras haya alguien dispuesto a forzar los límites de lo dado.

En este punto se vuelve inevitable una pregunta contemporánea: ¿qué lugar ocupa hoy la inteligencia artificial en este mismo recorrido? ¿Podría la IA producir algo comparable a lo que en su momento produjeron la distorsión, el underground o el ripeo artesanal? 

Conviene despejar primero un malentendido. La IA no es, en sí misma, un sujeto creador. Del mismo modo que Internet no fue nunca una conciencia colectiva ni la guitarra eléctrica un compositor. Es una tecnología de procesamiento, de combinación, de simulación. Su potencia no reside en la novedad pura, sino en la capacidad de recombinar enormes volúmenes de material preexistente. 

Vista así, la IA se parece más al momento de los blogs que al de la industria musical. No inventa canciones: reabre archivos. No crea estilos desde la nada: pone en relación lo que estaba separado. Funciona como una mesa de montaje acelerada, capaz de hacer convivir tradiciones, géneros, épocas y procedimientos que antes requerían años de búsqueda manual. 

Pero aquí aparece el punto decisivo: eso no garantiza ninguna irrupción estética. Del mismo modo que no todo blog fue contracultural ni todo ripeo fue un gesto político, la mayor parte de los usos actuales de la IA tienden a reforzar lo ya conocido, lo ya aceptado, lo ya rentable. La automatización del gusto no produce ruptura; produce confort. 

Si algo nuevo puede emerger en este terreno, no será porque la IA “descubra” un estilo musical, sino porque alguien la use como se usó el slide sobre la guitarra, como se forzó el acople, como se ripeó un disco olvidado: contra su función esperada. No para optimizar, sino para desbordar. No para imitar mejor, sino para hacer audible el ruido del archivo mismo.

 Tal vez la IA no sea el nuevo Hendrix.

Pero puede convertirse en el nuevo amplificador:

un dispositivo capaz de amplificar no sólo sonidos, sino tensiones, errores, mezclas impropias, memorias desplazadas. 

Como siempre, la tecnología no decide nada.

Lo decisivo seguirá siendo si hay —o no— un sujeto dispuesto a usarla sin pedir permiso.